Compartimos el artículo de Roberto R. Aramayo, publicado en nuevatribuna.es el 22 de agosto de 2025.
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Planteada en estos términos, la pregunta parece sacada de un relato dedicado a la ciencia ficción. Pero en realidad se trata de una hipótesis filosófica. La premisa sería recordar una evidencia. Los datos históricos ya no los consultamos en la Enciclopedia Británica ni en las bibliotecas con anaqueles bien surtidos. Nuestras fuentes tienden a ser las búsquedas en Google y Wikipedia. Todo cuanto circula por las redes e internet alimenta los archivos de la inteligencia artificial (IA). Nuestra interacción con el Chat GPT, es decir, con esa IA en abierto cuyo loable planteamiento inicial ha devenido un lucrativo negocio cuyo acceso sesgará económicamente a los usuarios.
El saber se alojó en los monasterios y luego en las universidades, pero ahora tiene otra sede, cual es la de internet. Lo que prometía ser un paraíso para compartir conocimiento, ha devenido un mundo sin ley, donde las regulaciones brillan por su ausencia y se cometen todo tipo de tropelías. Por fin advertimos que la educación sentimental no debe tener como afluente una preocupante familiaridad con el porno duro a edades cada vez más tempranas. Esos modelos moldean el imaginario adolescente y convierten los lances eróticos en una perversa violencia sexual, donde la mujer debe prestarse a prácticas masoquistas para no quedar fuera del circuito de los juegos erótico festivos y los varones quedan condenados a ejercer de machirulos impenitentes.
Pero hay muchas otras facetas inquietantes, como el hecho de que muchas jóvenes decidan someterse a cirugías estéticas para sustentar su autoestima imitando fantasiosos iconos comerciales. Nadie parece satisfecho con su cuerpo, que debe moldearse a golpe de gimnasio y complejos rituales cosméticos. Los tatuajes ven alza, como si no bastara portar abalorios o signos de quita y pon para manifestar una u otra personalidad en cada fase vital. Teñirse los cabellos, lucir cortes de pelo alternativos, dejarse patillas o esculpir perillas y barbas tiene fácil remedio, porque son opciones que cabe retrotraer.
Las drogas de distinta intensidad y unas modas tiránicas impuestas en ambos casos por intereses pecuniarios tampoco favorecen la espontaneidad ni el cultivo de aficiones más reconfortantes a medio plazo. Dedicar buena parte de los días a navegar sin más por internet para cotillear lo que hacen quienes devienen referentes ineludibles tampoco abona el pensar por cuenta propia ni tener iniciativas no miméticas. No se viste para estar cómodo, porque se bonifica la fotogenia del autorretrato forzado y forzoso. Queremos proyectar una imagen irreal, como si no estuviéramos muy satisfechos con la que tenemos realmente.
Pero esta pequeña fenomenología de los ritos cotidianos que dictan las nuevas tecnologías nos ha hecho dar un rodeo, aun cuando sea bueno tenerlo en cuenta para enfatizar la reflexión que viene ahora. Corremos el riesgo de mediatizar las fuentes históricas del acervo cultural. En lugar de disfrutar devorando buena literatura o disfrutando de pregnantes historias cinematográficas, nos conformamos con pálidos reflejos de remedos y repeticiones infumables. Un aluvión de series televisivas hechas a la carrera como churros esconden algunas perlas que ya ni siquiera sabemos apreciar, porque hemos pedido el hábito de paladear un bien guion llevado hábilmente a la pantalla.
Ese Gran Plagiario que viene a ser la IA puede ser un intermediario atroz en el acceso a nuestro pasado histórico cultural. Tal como pasa con la desinformación y sus bulos, cuya verosimilitud e impacto emocional consigue desbancar a los datos debidamente contrastados, dentro de poco los dictamines del Oráculo digital impondrán su prestigio impostado sobre nuestro legado cultural compuestos por las obras inmortales en cualquier campo. Los textos clásicos podrían verse revisados para no contener lo que se considere políticamente incorrecto y hasta las verdades reveladas en uno u otro texto sagrado podrían verse modificadas para respaldar las opiniones hegemónicas del momento.
En suma, podría reescribirse la historia de nuestro pasado, acomodándolo a las conveniencias de turno. Por supuesto, eso es algo que se ha hecho desde la noche de los tiempos y siempre ha triunfado el relato de los vencedores. Pero ahora la diferencia no sería baladí, peque no quedarían archivos ni registros que se consideran confiables para revisar una u otra versión. La madeja no podría desenredarse por carecer de materiales para remontar los torrentes informáticos hasta sus orígenes. Ya vemos cómo se salen con la suya las calumnias más peregrinas a fuerza de repetirse hasta el aburrimiento. Eso sucedería en líneas generales con todo cuanto podamos imaginar.
El sueño del Gran Hermano de la distopía orweliana se haría realidad. Ya no habría que tomarse la molestia de quemar los libros como en Farenheit 451, ni tampoco habría nadie que los memorizara. Sencillamente no serían creíbles y quedarían suplantados por unas recreaciones cibernéticas que los van desfigurando sin tan siquiera pretenderlo, porque los algoritmos carecen de voluntad aunque acaben teniendo vida propia y marquen derroteros que desborden los diseñados por sus artífices. El programa del futuro se ve alterado por esa tergiversación que significa el abandono de un trato directo con esos registros donde se atesoraban los hechos pasados, esas producciones artísticas, literarias, musicales que configuran la cultura con mayúsculas y nutren lo simbólico, es decir, la esencia misma del ser humano, para decirlo con Cassirer.
Las humanidades podrían verse arrasadas por los corolarios de un abuso tecnológico sin precedentes que puede arruinar definitivamente nuestro destino. Habría que detenerse un momento para fijar el rumbo de nuestra navegación colectiva, en lugar de seguir viajando hacia ninguna parte, solo para que la maquinaria siga en movimiento y ciertos negocios hagan su agosto. Antes de seguir fabricando drones y potenciar una portentosa IA, deberíamos preguntarnos qué nos interesa hacer con todo ello. Cualquier cosa puede tener un buen uso, si se previenen y atajan los posibles abusos. Cuidemos nuestro patrimonio cultural, revisemos nuestras prioridades e intentemos vivir más contentos con lo que somos, al margen de lo que tengamos.
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