En un célebre pasaje de la República de Platón, uno de los protagonistas del diálogo, el filósofo Glaucón, sostiene frente a Sócrates la tesis de que todos los seres humanos somos corruptibles, proclives a la corrupción, todos sin excepción, tanto los abiertamente corruptos como los que respetan las leyes, solo que estos últimos tienen miedo a ser descubiertos y castigados, y por eso simplemente se abstienen de cometer las fechorías que desearían tanto como los otros. Y para ilustrar su tesis cuenta la historia del anillo de Giges. Giges era un campesino de aquellas regiones que, en una de sus andanzas por el campo, descubre casualmente una tumba subterránea en la que, rodeado de muchos objetos, yace el cadáver de una persona que lleva un anillo. A Giges le gusta el anillo, lo toma y se lo pone, y al encontrarse luego con sus compañeros, se da cuenta de pronto de que, si hacía girar el anillo en una dirección, se volvía invisible. Gratamente sorprendido por esa capacidad de no ser visto, lo primero que se le ocurre es aprovecharla para cometer una serie de actos ilícitos, especialmente para apropiarse de lo que no es suyo, con la tranquilidad que le otorgaba el no poder ser descubierto. Esto, dice Glaucón, es lo que haría cualquier persona si tuviera un anillo como el de Giges: sabiéndose invisible, daría rienda suelta a su codicia natural y tomaría lo que deseara, sin importar si fuese o no suyo. Lo harían tanto el hombre corrupto como el que afirma no serlo, porque lo que nos define a todos es la codicia y lo único que frena nuestro impulso es el no saber cómo ocultarlo ante los demás.
Naturalmente, Sócrates se va a oponer a esta tesis y va a sostener que es perfectamente posible, además de deseable, mirar las cosas al revés, es decir, imaginar que lo más valioso de la vida es cultivar un bien común, no promover la perfidia ni la envidia recíproca, sino más bien las ventajas o los valores de la convivencia solidaria. Nuestra vida moral, piensa, debería estar destinada a convertirnos en mejores personas. Pero en este emblemático relato del anillo de Giges se halla sintetizada, por así decir, la interpretación filosófica de la conducta humana corrupta: de sus motivaciones, sus presupuestos, sus consecuencias y también de las formas de combatirla. Como veremos a continuación, a lo largo de la historia los filósofos no han hecho otra cosa que tratar de dar explicaciones al debate entre Sócrates y Glaucón sobre la conducta del hombre corrupto así ejemplificada.
Permítanme, sin embargo, hacer aquí un paréntesis para vincular esta fábula con un hecho muy curioso de la historia reciente de la corrupción en el Perú, porque es como una demostración indirecta de la moraleja del anillo de Giges. Desde hace varias décadas, pareciera que el único medio eficaz para detectar la corrupción y castigarla fuese precisamente el lograr que no funcione el “anillo de Giges”, es decir, que de pronto se haga “visible” o “audible”, a través de un video o un audio, lo que estaban manteniendo oculto quienes tenían la confianza de sentirse impunes por creerse invisibles. El gobierno de Fujimori cayó por un video que hacía groseramente visible lo que hasta entonces permanecía oculto a los ojos, aunque fuese sospechado por muchos otros medios. Y también el gobierno de Kuczynski se vino abajo debido a los videos del señor Mamani, alguien de quien se conocen muchísimos malos manejos, pero cuya corrupción parece todavía insuficientemente “visible” a ojos de todos. Del mismo modo, haciendo girar el anillo en la dirección contraria, se eliminó del escenario político a Kenji Fujimori. Y lo propio ha empezado a ocurrir, aunque todavía a duras penas, con los audios que visibilizan o ponen al descubierto a los jueces corruptos que se movían a sus anchas imaginando que eran invisibles. Ese anillo parece además infundir a sus portadores una confianza tal, que aun viéndose descubiertos, creen que siempre es posible volver al estado de invisibilidad: eso pretendió Montesinos en su momento y eso mismo creen poder perseguir ahora muchos otros bribones ya desenmascarados.
Pero volvamos a la filosofía de la corrupción. Ya en Platón, pareciera pues haberse concebido en toda su complejidad el escenario que explica la tendencia del ser humano a la corrupción y los medios que existirían para combatirla. Glaucón decía, como vimos, que todos los seres humanos somos corruptos en potencia y que, si algunos no lo demuestran es solo por temor a ser descubiertos o, lo que es lo mismo, por temor al castigo que eso traería consigo. Pues bien, una larga tradición de la filosofía política ha seguido esa línea de argumentación y tratado de combatir la corrupción con el argumento del miedo o, para decirlo en forma un poco más sofisticada, con el argumento del cálculo de conveniencia. El mejor ejemplo de esa tendencia, y acaso el más relevante en la tradición liberal de la sociedad occidental, ha sido Thomas Hobbes, el filósofo británico que defendió con mucha convicción la necesidad de un “contrato social” que sirviera de fundamento al estado de derecho. Firmar un contrato así equivale, en efecto, a aceptar, en acuerdo con todos, que pondremos un freno a nuestra codicia natural y que aceptaremos un sistema de reglas que nos permita satisfacer al menos una parte de esa codicia, pero con seguridad, pues contamos con las garantías del contrato social. Hobbes no piensa, como tampoco lo pensaba Glaucón, que los hombres seamos o podamos ser mejores; solo espera que seamos suficientemente astutos como para entender que por un cálculo de costo-beneficio lo que más nos conviene es acatar el pacto. Eso sí, siendo como somos, no basta con la buena voluntad. Lo que hace falta es la “espada de la ley”: que exista un sistema policial y judicial que castigue severamente a los infractores, vale decir, que imponga temor entre quienes sientan la tentación de incumplir las reglas del estado de derecho.
Kant dice, por eso, que el invento del “contrato social” es tan genial y persuasivo (o disuasivo), que sería convincente hasta para “un pueblo de demonios”. Porque los demonios, que son los seres más malvados que podemos imaginarnos, no serían tan tontos de arriesgar su vida por ambición, sabiendo que podrían ser descubiertos y terminar entonces en la cárcel. Hasta los demonios se persuadirían de que les es más conveniente acatar el estado de derecho en lugar de desafiarlo. Pero, claro, se sobreentiende que los demonios son inteligentes, lo que no es necesariamente el caso de los corruptos que pueblan nuestra sociedad.
No obstante, vimos también que Sócrates tiene una idea más positiva de la naturaleza o de la vida humana y que se imagina, por eso, que es posible desear sinceramente el bien común o contribuir deliberadamente a la construcción de una sociedad mejor para todos. Esta vertiente de la concepción de la cultura ciudadana tiene también una larga tradición y promueve un modo distinto, opuesto, de entender y combatir la corrupción. La figura y la obra de Rousseau es un buen ejemplo. En su caso, como en el de Sócrates, la codicia o la tentación de la corrupción son móviles primarios, mezquinos, propios de personas sin verdadero sentido ético, que no entienden las verdaderas razones por las que los seres humanos desean vivir, o por las que cultivan y valoran sus creaciones culturales, menos aún son capaces de comprender el gran beneficio que representaría para todos la práctica de la solidaridad. Por eso mismo, comparte con Platón la idea de que debiera promoverse desde la infancia la educación en valores cívicos y que ella tendría que producir un efecto de contagio en todas las instituciones y los organismos de la sociedad. Aquí radicaría el verdadero remedio contra la corrupción: no simplemente en el miedo, que está siempre al acecho de una oportunidad para delinquir, sino en el convencimiento o el compromiso personal de los ciudadanos con los valores de su comunidad.
El caso de Kant es particularmente instructivo porque él pensaba que las dos formas reseñadas de concebir y combatir la corrupción deberían coexistir y respaldarse recíprocamente. Porque lo fatal para una sociedad, sería que no solo no existiese una sólida conciencia moral ciudadana, sino que tampoco fuera eficaz la espada de la ley o, lo que equivale a lo mismo, que se corrompiera el poder judicial. Porque entonces mucha gente caería en la tentación de apoderarse del anillo de Giges y de dedicarse al saqueo de las instituciones o del Estado con la confianza de sentirse invisibles y ya sin miedo al castigo.
En circunstancias así, que son las que vive nuestro país, solo queda el recurso a la indignación ciudadana. Porque la indignación es un sentimiento moral: es una protesta ética vital contra el engaño y la traición de los políticos. Naturalmente, la indignación sola no es suficiente o, mejor dicho, ella debe poder traducirse en acciones constructivas o canalizarse por vías institucionales. Pero solo ella nos puede rescatar de la desesperanza y devolvernos algo de confianza en que podremos librarnos de las tentaciones del anillo de Giges.
* Publicado originalmente el 7 de octubre de 2018 en el diario El Comercio.
(Imagen: Jacques-Louis David. La muerte de Sócrates (1787). The Metropolitan Museum of Art)
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