Es un secreto a voces que la “reconciliación” pregonada por el gobierno, convertida ingenuamente en nombre oficial del año en curso, es una cáscara vacía y confusa que no convence ni a propios ni a extraños. Esto ha sido advertido ya por muchos analistas y en diferentes sentidos. Pero hay algo muy llamativo y hasta paradójico en la crítica, porque parecería no objetarse el concepto en sí, sino solo el uso que se hace de él. Con la idea de aclarar esta paradoja, y con la esperanza de escribir algo útil, voy a concentrarme en este artículo en dos aspectos del problema: 1) en el hecho curioso de que el concepto de reconciliación suele poseer un sentido positivo, aunque con la condición de que se satisfagan ciertos requisitos; y 2) en la pretensión ideológica de usar el concepto para encubrir una situación ilícita, es decir, con intención oblicua, lo que trataré de ilustrar refiriéndome a tres casos ocurridos en años recientes en el Perú.
Vayamos a lo primero, al sentido positivo que suele tener el concepto de reconciliación. Ello se puede constatar no solo en su uso cotidiano, sino también en el que se hace del término más técnicamente en la filosofía, el derecho o la teología, asunto al que aludiré más adelante. En efecto, nadie, ni los críticos del gobierno ni las personas comunes y corrientes, parecen objetar en principio el valor de una reconciliación, y más bien es frecuente lamentar que ella no se produzca, en nuestra vida social o interpersonal. Algo similar ocurre, por supuesto, con el sentido más técnico del término.
Pero, eso sí, en cualquiera de los casos, para que la palabra “reconciliación” tenga sentido se debe presuponer la existencia de al menos tres condiciones: a) ella se debe producir entre dos (o más) partes que se encuentran momentáneamente en disputa; b) ella implica de algún modo el retorno a una situación precedente en la que las partes se hallaban conciliadas (por eso justamente el “re”); c) la situación precedente de conciliación debe haber sido de algún modo beneficiosa o justa para las partes. Por lo mismo, cuando hablamos de reconciliación, es preciso identificar a las partes entre las cuales ella se debe producir, evaluar si merece la pena restaurar la relación precedente entre ellas y, finalmente, analizar si la situación de partida era verdaderamente justa.
Ya con estas especificaciones semánticas, es claro que vemos restringirse mucho el ámbito de aplicación del término. Si alguna de las condiciones indicadas no se cumple, entonces no deberíamos utilizar esa palabra o a lo mejor deberíamos aspirar a otro tipo de relación intersubjetiva (y a otro concepto) más acorde con la corrección ética de la situación que se enfrenta. Entre una víctima y un victimario, por ejemplo, no tiene sentido hablar de reconciliación. Y tampoco lo tiene denominar así un arreglo supuestamente beneficioso entre explotadores y explotados, o entre poderosos y excluidos, porque la situación inicial que se pretende restaurar no era justa o era beneficiosa solo para una de las partes. Es igualmente un despropósito imaginar que entre el gobierno y la oposición debería haber reconciliación, porque esas partes, al margen de que están compuestas por varias facciones muy diferentes entre sí, no estuvieron nunca inicialmente “conciliadas”.
Pero hay una explicación intencional e ideológica de este uso indebido del término, que me parece lo más importante, con lo cual paso a mi segundo punto. Ocurre que, precisamente porque el sentido positivo de la reconciliación es ampliamente difundido, se puede recurrir a él para simular una relación beneficiosa entre las partes, pero con el propósito oculto de encubrir una situación inicial de injusticia o una conducta ética reprobable. Es en este caso que el llamado a la reconciliación equivale a un señuelo. Se la invoca para atraer al público hacia un ideal ético o político, pero distrayéndolo así de la causa principal del conflicto entre las partes.
Decía que en el Perú hemos visto aparecer con fuerza este señuelo en las últimas décadas al menos en tres situaciones emblemáticas. La primera de ellas fue la irrupción, a fines del siglo pasado, de la “Teología de la Reconciliación” con el propósito de contrarrestar el impacto creciente en la sociedad de la Teología de la Liberación. No era la “liberación” –se sostenía– lo que debía considerarse como el núcleo de la interpretación adecuada del sentido de la vida cristiana, sino la “reconciliación”. Naturalmente, este es un debate teológico complejo en el que no se puede entrar aquí. Pero era claro que aquel llamado específico y circunstancial a la “reconciliación”, que es lo aquí nos interesa, tenía la intención de desautorizar la búsqueda de justicia social y la condena moral de la opresión o de la falta de solidaridad que estaban implícitas en la Teología de la Liberación. Se trataba de un señuelo, porque se pretendía encubrir y legitimar la injusticia estructural de la sociedad bajo el manto de una reconciliación meramente superficial. Por cierto, uno de los principales promotores de la Teología de la Reconciliación en aquellos años fue, ¡vaya coincidencia!, el Sodalicio, que organizaba con regularidad congresos internacionales sobre el tema.
La segunda situación a la que quería referirme es a la decisión extemporánea del gobierno de Alejandro Toledo de añadir el nombre de “Reconciliación” a la entonces ya creada “Comisión de la Verdad”. Como bien señala Félix Reátegui, una autoridad en la materia, el término Reconciliación “se coló por la puerta falsa” (Reátegui, 2018) en aquel momento. Ya por entonces, cabe recordarlo, el concepto había adquirido legitimidad en la reflexión jurídica sobre justicia transicional con la idea de tipificar procesos de resolución de conflictos entre grupos enfrentados de una misma nación. Pero, en el caso del Perú, aquella decisión tuvo consecuencias fatales, en primer lugar porque, en sentido estricto, lo que parecía lógicamente estarse sugiriendo era una propuesta de reconciliación entre el Estado y Sendero Luminoso, cosa a la que nadie aspiraba, y, en segundo lugar, porque gravó a la CVR con un encargo irrealizable que habría de costarle muchas críticas inmerecidas a lo largo del tiempo.
Quien se haya dado el trabajo de revisar, en la parte conceptual del Informe Final de la CVR, cómo se define allí la “reconciliación”, habrá notado cuánta dificultad tuvo la Comisión para interpretar de manera plausible, y éticamente coherente, un término a todas luces inadecuado para la situación. Se lee allí en efecto: “la CVR entiende por ‘reconciliación’ la puesta en marcha de un proceso de restablecimiento y refundación de los vínculos fundamentales entre los peruanos, vínculos voluntariamente destruidos o deteriorados en las últimas décadas por el estallido, en el seno de una sociedad en crisis, de un conflicto violento, iniciado por el PCP Sendero Luminoso” (CVR, 2003, tomo I, Introducción, 36-37). Para darle un sentido razonable al concepto, la CVR tuvo pues que desprenderse del contexto inmediato y ofrecer una interpretación ética general que involucrase a todos los peruanos. Y se añade a renglón seguido que esta reconciliación solo es posible si se conjuga con la verdad y con la justicia. Por lo mismo, la medida más inmediata de reconciliación debía ser la reparación de las víctimas.
La verdadera razón por la que se introdujo extemporáneamente aquel término fue el intento de silenciar los crímenes de Estado y de calmar la crispación de las Fuerzas Armadas y del fujimorismo, que se resistían a admitir su responsabilidad. La reconciliación fue, nuevamente, un señuelo: bajo el ropaje de un entendimiento ficticio, se encubría la pretensión de ocultar la verdad y de impedir el reconocimiento de las causas y los remedios de la violencia que había asolado el país. La reconciliación a costa del negacionismo. Así se explica el desinterés con el que Toledo recibió el Informe Final de la CVR, y la poca atención que tanto él como Alan García prestaron a sus recomendaciones, en especial las referidas a la reparación de las víctimas. Ambos desenmascararon además sus reales intenciones al poner todo tipo de trabas a la construcción de un Museo de la Memoria que estaba siendo promovido y financiado en gran medida por la cooperación internacional.
En fin, la tercera situación en que se pretende imponer en la agenda pública el objetivo de la reconciliación es la de la hora presente. En este caso, sin embargo, el señuelo es más obvio y más burdo: el costo de esa ficción es ya no solo el negacionismo de la verdad de nuestra historia reciente, sino además el de la corrupción. ¿Cuáles son las partes entre las que, se supone, debería producirse una reconciliación? Difícil responder a esa pregunta, cuando lo que vemos es una crispación generalizada, la exacerbación de los ánimos en y entre todas las tiendas políticas, un clima denso de traiciones y pactos inmorales y una alarmante parálisis de la política nacional. En ese contexto, la reconciliación es una cáscara vacía, un valor que no suscita adhesión alguna.
Lo más trágico de toda esta historia es, si se me permite expresarlo así, el penoso espejo familiar en el que, a manera de una saga arquetípica, se viene reflejando el debate nacional de las últimas décadas. Un dictador corrupto y desalmado que manda torturar a su mujer, hijos que consienten el maltrato y que medran hasta hoy de la corrupción del padre, familiares cercanos malamente enriquecidos y prófugos, hermanos que se traicionan y se disputan la primogenitura a sablazos a vista y paciencia de la opinión pública. ¿Esa es la familia que mantiene en vilo a nuestra sociedad desde hace años y que nos divide entre fujimoristas y antifujimoristas, es decir, que nos define en relación a ella como si tal destino nos fuera irremediable? ¿Ese es acaso el tipo de reconciliación que nos sirve de modelo?
No es propiamente reconciliación lo que el Perú necesita, menos aún en su distorsionada forma del señuelo. Si algo nos hace falta hoy es sobre todo “reconocimiento”: el reconocimiento de la verdad de lo ocurrido en nuestra historia reciente y el de nuestra responsabilidad en ella; el reconocimiento de los deberes que tenemos como ciudadanos para sellar un pacto social más justo e inmune a la corrupción; el reconocimiento de los otros, especialmente de las víctimas seculares de la discriminación y la violencia; y el reconocimiento de que tenemos raíces históricas y culturales más ricas, sagas nacionales más sanas, que estimulan nuestra autoestima y de las que podemos nutrirnos con atisbos de esperanza.
Referencias:
Comisión de la Verdad y Reconciliación. (2003). Informe final. Recuperado de http://cverdad.org.pe/ifinal/.
Reátegui, F. (16 de enero de 2018). La innecesaria reconciliación. Recuperado de http://idehpucp.pucp.edu.pe/opinion/la-innecesaria-reconciliacion-felix-reategui/.
* Publicado originalmente en el número 277 de la revista Ideele (2018).
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